1.01.15

VIII. La gracia actual

VIII. La gracia actual

 

La perfección de la gracia santificante

El  efecto fundamental de la gracia santificante, el cimiento o raíz  y la fuente de todos los demás, es proporcionar una participación de la naturaleza divina, y, por tanto, el «no ser totalmente, sino tener algo de ella»[1]. Además, la participación divina es de una manera inherente o accidental y según cierta analogía, ya que la gracia sólo hace a su sujeto  «participar según cierta semejanza del ser divino»[2] o de la «naturaleza divina»[3] Este admirable efecto en el alma muestra la perfección de la gracia, que, como también afirma Santo Tomás,   perfecciona la esencia del alma «mediante una especie de nueva generación o creación»[4].

Del mismo modo se manifiesta la perfección sobrenatural de la gracia en sus otros tres efectos principales –la filiación divina adoptiva; la conversión en gratos a Dios como hermanos de Cristo y coherederos del cielo; y el ser templo de la Santísima Trinidad–. Igualmente, en todos los demás efectos derivados, como la comunicación de la vida sobrenatural, la unión intima con Dios, la capacidad de merecer, la justificación, y  la santificación.

Para determinar el grado de perfección de la gracia, argumenta Santo Tomás, en lenguaje aristotélico, que ser un habito o una cualidad: «no puede ser substancia o forma substancial, sino que es forma accidental del alma misma, porque lo que está substancialmente en Dios se produce accidentalmente en el alma que participa la divina bondad, como se ve respecto de la ciencia. Según esto, como el alma participa imperfectamente la divina bondad, la misma participación de esta bondad –que es la gracia– tiene su existencia en el alma de un modo más imperfecto que la existencia del alma en sí misma».

En consecuencia, hay que afirmar que en cuanto accidente que inhiere en la substancia del alma, que es subsistente, la gracia santificante es menos perfecta que ella. «No obstante, es más noble que la naturaleza del alma, en cuanto que es expresión o participación de la bondad divina, aunque no en cuanto al modo de ser»[5].

Si se considera la gracia en sí misma, en su misma esencia, sin tener en cuenta el modo que existe en el alma humana, y que no procede de la substancia del alma, como los otros accidentes, sino de la misma substancia divina, puede decirse que de manera absoluta es más perfecta que el alma substancial, en la que está. Por ser una participación más plena de la naturaleza divina que la que tiene cualquier substancia creada, la gracia es más perfecta que cualquiera de ellas.

Aunque toda gracia sea un hábito accidental, es más noble que la substancia que inhiere, porque un accidente puede ser superior a su sujeto. Ciertamente: «Todo accidente es inferior en su ser a la substancia, porque la substancia es ente en sí mismo, y el accidente en otro. Más no siempre por razón de su especie. Así, el accidente causado por el sujeto es menos digno que el sujeto, como el efecto respecto de la causa; pero el causado por la participación de una naturaleza superior es de más dignidad que el sujeto en cuanto a la semejanza de la naturaleza superior, como la luz respecto de lo diáfano. En este sentido, la caridad es más digna que el alma, por ser una participación del Espíritu Santo »[6]. En este sentido, la gracia es más digna que el alma, por ser una participación del Espíritu Santo.

 

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15.12.14

VII. La gracia de Dios

Las mociones de Dios

Para una mayor comprensión de la doctrina de Santo Tomás  sobre la sabiduría, natural y sobrenatural, o de una manera más concreta sobre la relación entre la  razón y la fe, es necesario  examinar la de la gracia, o moción sobrenatural, por ser la causaeficiente de toda saber sobrenatural y, por tanto, de la virtud y del acto de fe.

Los auxilios de Dios que mueven a las criaturas por su voluntad salvífica universal, y que se denominan mociones, son sobrenaturales, como son los de la gracia, pero los hay también naturales. La existencia de las mociones naturales se puede explicar por la Providencia divina, plan divino, o programa,  que, desde la eternidad, ha dispuesto de todas y cada una de las criaturas, para su gobierno en el tiempo.

 

Efectos de la Providencia

La providencia en las criaturas tiene dos efectos principales.  El primero  es que Dios conserva las cosas en el ser. Si la producción del ser de las cosas es el resultado de la voluntad divina, también lo es el no ser, pues Dios permitió que no tuvieran ser y cuando quiso les dio el ser. Por tanto, continúan teniendo el ser en cuanto Dios lo quiere[1].

El segundo efecto  es la intervención divina en el obrar, o la producción del ser  por las criaturas. Hay una intervención divina en la acción de las criaturas. Dios tiene que actuar para que los entes obren,porque únicamente Dios es ente por esencia –porque solamente en Dios el ser es su esencia– y todos los demás lo son por participación.

Además, lo que es por esencia es causa propia de lo que es por participación. «Lo que es tal por esencia es causa propia de lo que es tal por participación, como el fuego es la causa de todo lo encendido»[2]. De manera que todo el que da el ser a una cosa, esencial o accidental, tiene que hacerlo en cuanto obra por virtud del ente por esencia, que es Dios.

 Esta tesis, de origen neoplatónico, no es inusitada en el sistema tomista. En la cuarta vía de la existencia de Dios, por ejemplo, se utiliza también este principio, que se formula así: «Lo máximo de cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente»[3]. Los entes que poseen la perfección, que se significa en el género, en un cierto grado o limitación, y, por tanto, la tienen en parte, o participan de ella, no la pueden tener por sí mismo, sino sólo por el ente que la posee en toda su plenitud, porque coincide con ella, y no la tiene por participación, sino por sí mismo por su propia esencia.

 

Dios es causa de que obren cuantas cosas obran, porque –de la misma manera que es causa de su ser, cuando han comenzado a ser, y lo produce  mientras son, conservándolas en él– es causa de la virtud operativa con la que las creo y también la causa constantemente en las cosas que permanecen en el ser[4]. Las criaturas, por consiguiente, al actuar por su propio poder, son movidas por Dios. De manera que Dios obra en todo el que obra y es  causa de su obrar. 

Dios y la criatura son igualmente causas de la acción, pero distintas, porque Dios actúa como Causa primera y todo agente creado como causa segunda. La moción divina, la de la Causa primera, incomprensible para nosotros, no es idéntica, sino  análoga a las mociones creadas, que actúan como causas segundas.

Como consecuencia, tanto la causa primera como  las causas segundas son verdaderamente agentes del obrar, porque la moción divina de la causa primera penetra en lo más profundo de las acciones, dándoles lo que tienen de ser, y, por tanto, las acciones de la criatura proceden totalmente de Dios, comoCausa primera. Asimismo proceden de las mismas criaturas, como causas segundas, que son así también agentes.

 

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1.12.14

VI. Credibilidad e incredibilidad

Los motivos de credibilidad

Además de los preámbulos de la fe, puede preceder algo más  al acto de fe, los llamados «motivos de credibilidad». Al igual que los «preámbulos de la fe», soporte racional natural de la misma, los puede suplir la fe infusa, de manera parecida estos motivos pueden no estar en los que disfrutan de la fe, sin necesidad de poseerlos o buscarlos. Sin embargo, para todos son útiles, no porque sean el motivo de creer, que es la veracidad y autoridad de Dios, sino porque prueban, ante la razón humana, el hecho que Dios se ha revelado a los hombres.

La aceptación de una verdad como revelada por Dios, en la que consiste el acto de fe, está motivada, en este sentido, no sólo porque su contenido no es algo irracional, sino también porque es razonable. Puede decirse que, ante la razón, no se cree irreflexivamente o a la ligera. Aunque la razón humana no advierta la evidencia interna de lo creído, su verdad y su origen revelado, queda confirmada con obras, que sobrepasan el poder de la naturaleza.

Entre estas obras fuera del orden de la naturaleza están los milagros, como la curación de enfermedades, resurrección de los muertos o hechos que no siguen las leyes naturales. Nota Santo Tomás que: «Lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y sencillos, llenos del Espíritu Santo, consiguieron en un instante la más alta sabiduría y elocuencia. En vista de esto, por la eficacia de esta prueba una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa de deleites, sino lo que es aún más admirable, en medio de grandes tormentos, en donde se da conocer lo que está sobre todo entendimiento humano y se coartan los deseos de la carne y se estima todo lo que el mundo desprecia».

No obstante, precisa seguidamente, «el mayor de los milagros», y obra que manifiesta claramente la acción divina, es que la voluntad humana, movida desde dentro por la gracia de Dios,  haga que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.

Además, que, de acuerdo con ella, desee los bienes espirituales sobre los sensibles. «Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo manifiesta el que Dios lo predijo que así se realizaría, a través de muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en veneración como portadores del testimonio de nuestra fe»[1].

 

El milagro de la Iglesia

            Hay otros fundamentos a la racionabilidad del asentimiento del acto de fe o «motivos de credibilidad». Además del hecho milagroso de la primera evangelización del mundo, se dieron otros muchos, pero de distinto valor. Estos prodigios, que confirmaron la fe,  no sólo se dieron en los inicios de la Iglesia, se continúan dando en la actualidad con los milagros, por medio de los santos de la Iglesia.  No obstante, no sería necesaria la repetición de los prodigios pasados, porque ha perdurado su efecto, que es la misma Iglesia católica.

La existencia de la Iglesia es, según Santo Tomás, un motivo de credibilidad, o de una ayuda divina externa a la fe. No sólo su existencia, sino los muchos bienes maravillosos, que se dan en ella. Además de la propagación de la Iglesia, su inagotable fecundidad a través del tiempo, su santidad y su unidad católica, son un evidente perpetuo auxilio a la credibilidad de la fe cristiana[2].

 

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15.11.14

V. Los preámbulos de la fe

 

Imposibilidad de la doble verdad

La distinción y la primacía de la fe sobre la razón, afirmada siempre por Santo Tomás, no implican unconflicto entre ambas. La fe esta por encima de la razón y, sin embargo, no es posible una verdadera disensión entre ellas. Admitirla supondría atentar contra la unidad de la verdad.

La revelación y la razón humana tienen un mismo origen: Dios, que no puede contradecirse. El mismo Dios, que  mueve a la voluntad humana en el acto de fe y que revela los misterios, objeto de la fe, es quien ha creado el espíritu humano con la facultad de la razón.

Dios, que no es contradictorio,  no se niega a sí mismo. Si, en algún caso, se presenta una contradicción entre la razón y la fe es únicamente aparente. La supuesta contradicción puede haber sido producida por la falsedad de las tesis racionales, que se han tomado, sin serlo,  por verdaderas; o bien, porque  los contenidos de la fe no han sido bien entendidos o no se han expuesto tal como la Iglesia los enseña

Estas tesis tomistas no deben tomarse como opinables, no sólo por su racionalidad, sino porque para el católico,  además,  el Concilio Vaticano I, después de afirmarlas, añadió consecuentemente: «Declaramos, pues, que toda aserción contraria a la verdad testimoniada por la fe es absolutamente falsa. Pues la Iglesia, que juntamente con el ministerio apostólico de enseñar recibió el mandato de custodiar el depósito de la fe, ha recibido igualmente de Dios el derecho y el deber de condenar la falsa ciencia (1 Tim 6,20), a fin de que nadie sea seducido por la falaz filosofía y por vanas sutilezas (Col 2,8). Por lo cual, a todos los fieles cristianos, no sólo se les prohíbe defender como legítimas conclusiones de la ciencia aquellas opiniones, que se conozcan ser contrarias a la fe cristiana, especialmente si han sido reprobadas por la Iglesia, sino que además están absolutamente obligados a tenerlas como errores, que se presentan con falsa apariencia de verdad»[1].

 

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1.11.14

IV. La razón y la fe

 

El acto de creer

«Creer es pensar con asentimiento»[1]. Esta definición de San Agustín fue asumida por Santo Tomás, al afirmar que la fe sobrenatural como acto, que brota  de la correspondiente virtud teologal, cualidad permanente o hábito sobrenatural, es una acción del entendimiento. En este sentido de la fe como acto de la virtud, se puede decir que: «Creer es un acto del entendimiento, que asiente a una verdad divina por el imperio de la voluntad movida por Dios»[2].

La fe se distingue de la razón científica, porque  no tiene la intrínseca evidencia del contenido de la ciencia. También su certeza es distinta de la certeza de la razón histórica, que  se apoya en testimonio humano. Asimismo, no es idéntica al sentimiento religioso, porque no se apoya ni en la imaginación ni en la sensibilidad. Tampoco es una opinión, porque en la fe hay total certeza. Ni es como la visión beatífica, cuyo objeto se ve claramente, y en la fe lo conocido es de modo mediático y oscuro. Con la fe, se dice en la Escritura: «ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara»[3].

 

Racionalidad de la fe

La fe es racional, pero, por su carácter sobrenatural,  trasciende toda razón o inteligencia natural. Por un lado, todo lo creído, el objeto de la fe, es sobrenatural: «Las verdades de fe exceden la razón humana; no caen, pues, dentro de la contemplación del hombre, si Dios no las revela. A unos, como a los apóstoles y a los profetas, les son reveladas por Dios inmediatamente, y a otros les son propuestas por Dios mediante los predicadores de la fe por Él enviados».

Por otro, también es sobrenatural el acto interior de creer, porque: «El hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es Dios». La gracia de Dios mueve a la voluntad para que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.

Además de la moción interior de la gracia, puede hablarse de otra causa que interviene en el asentimiento de la fe, aunque por si misma es insuficiente. Esta causa es «inductiva exteriormente, como el milagro presenciado o la persuasión del hombre que le induce a la fe. Ninguno de estos motivos es causa suficiente, pues viendo un mismo milagro y oyendo la misma predicación, unos creen y otros no creen»[4].

Los milagros y la predicación exterior son causas exteriores inductivas  de la fe, que concurren a creer, son causas insuficientes. Se necesita una causa interior suficiente, que pueda elevar al hombre sobre su naturaleza, dada la trascendencia del objeto al que se refiere la fe. Esta causa interior no puede ser, por ello, ninguna de las facultades humanas. Es un principio interior sobrenatural, la gracia divina, infundida por Dios individualmente para que se dé el asentimiento de la fe.

Según lo dicho, hay que concluir que: «La fe es engendrada y nutrida mediante la persuasión exterior que la ciencia produce. Más la causa principal y propia de la fe es la moción interior a asentir»[5]. La  gracia de Dios es la que mueve a la voluntad humana. «El creer depende, ciertamente, de la voluntad del hombre; pero es necesario que la voluntad humana sea preparada por Dios mediante la gracia para que pueda ser elevada sobre la naturaleza»[6].

Explicaba Benedicto XVI, en su catequesis sobre la fe, que con la revelación, Dios  desvela en parte su misterio ––lo necesario para nuestra salvación––, que siempre está más allá de nuestra razón y de todas las vías para llegar a Él. Con los contenidos de la fe, Dios: «se hace accesible», pero además: «a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle»[7].

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